miércoles, 8 de abril de 2020

SALLY


Madrid, quince de agosto de mil ochocientos noventa y tres, fiestas de La Paloma.


Eduardo tiene diecisiete años y a pesar de su juventud es ya  un feriante experimentado. Locuaz y ocurrente tiene un comentario simpático para todo el que entra a su puesto de feria. Mientras atiende a los curiosos,  me mira. Me mira todo el rato y a mí me gusta esa pelusa encima del labio superior. Me gustan esos ojos grandes que se comen el mundo, y que es alto. Y  que me mira, éso es lo que más me gusta de todo.

Mi padre, mientras, recorre la carpa fascinado. Se detiene delante de las figuras de cera, les pasa la mano por delante de los ojos, esperando una reacción, un pestañeo. Aunque disimulo, a mí  me dan miedo. Pálidas, rígidas, casi humanas pero sin corazón, hoy las recuerdo como  una especie de premonición de lo que llegaré a ser algún día.

- Es la última vez que las traemos - nos dice un hombre de vestimenta peculiar - ésto ya no vende.

Pantalón, chaqueta y chaleco de terciopelo granate, el hombre se presenta como Eduardo Jimeno Peromarta. Estrecha la mano de mi padre, a mí me dedica un pequeño gesto. 

-  Antes todo el mundo quería ver las figuras pero cada vez interesan menos. Me da pena tirarlas por ahí, son casi como de la familia, ¿saben?. Mi mujer les hace los trajes. Se ha quedado en casa, en Zaragoza, de recién casados íbamos juntos a todas partes pero ahora...usted ya me entiende - le dice a mi padre.-

Mientras habla nos conduce a una zona aparte dentro de la carpa. Es un pequeño recinto separado del principal por una gran cortina del mismo terciopela granate que su traje. En seguida comprendo que la vida de los Jimeno es mucho más precaria de lo que pueda parecer a simple vista.

- Ésto es el futuro - dice dándonos paso..

Delante de nosotros, repartidos por la sala, una variedad de artefactos de distintos tamaños y formas que reconozco de inmediato. Los he visto en los periódicos y revistas que mi padre se hace llegar de Inglaterra y Francia: cajas ópticas, una linterna mágica, hasta un fusil fotográfico. Y la maravilla de las maravillas, un invento que aún tardaría en patentarse algo más de un año: el kinetoscopio.

-  ¿Puedo? - pregunto con entusiasmo

- Adelante  -

Acaricio el mueble, he visto ilustraciones  en la revista Blanco y Negro,  sé lo que es, para qué sirve. Me asomo al visor de la parte superior y ahí está,  trotando al galope, la yegua Sally. Veinte segundos de película.




Son los primeros pasos del cine.

El amor de mi vida se llamaba Eduardo Jimeno Correas, es el hijo de este Eduardo de traje de terciopelo. Años más tarde, irán a Lyon a comprar un cámara a los hermanos Lumiere. Una cámara que compran con el dinero que he ahorrado a lo largo de mi vida. Una cámara con la que pasarán a la historia del cine.