Madrid, quince de agosto de mil ochocientos noventa y tres, fiestas de la Paloma.
Mi padre se ha empeñado en que caminemos, junto con otros muchos madrileños, detrás de la imagen de la Vírgen.
Me duelen los pies y me aburro.
Me lleva cogida de la mano, le pone paciencia y buen humor a mi cara enfurruñada. A mis quince años, me considero una solterona. Mis mejores amigas tienen novio, o por lo menos alguien con quien besarse a escondidas en los soportales. La mayor de mis primas tiene veinte años y ya espera su segundo hijo. Está casada con un barbero que le dobla la edad y los veranos los pasan en una pequeña finca en Cuatro Caminos. Y yo me muero de envidia.
Mi padre dice que no tenga prisa, que lo bueno se hace esperar, como le paso a él con mi madre. Siempre que mi padre habla de mi madre, añade "que en gloria esté" y se persigna. Cuando habla de mi madrastra también se persigna, pero creo que por razones bien distintas. Yo la detesto en silencio. Siempre lleva puesto en la cara un gesto de desagrado, como si un constante olor a mierda la llegara a la nariz.
Aparte de mi desgana, me he portado razonablemente bien caminando detrás de la estampita, (ya por entonces, me acompañaba un ateísmo beligerante), así que al terminar la procesión, mi padre me lleva a la feria instalada en la Plaza de la Cebada. Allí vendedores ambulantes y feriantes llegados de toda España han montada diferentes templetes, tiendas de campaña y barracas. Una de ellas anuncia figuras de cera y una colección de los más increíbles aparatos de efectos ópticos traídos de Francia. Curioso como es, mi padre no puede resistir la tentación y compra dos entradas. Dos entradas que le vende un hombre joven, más bien un crío, vestido con un traje que le queda grande y un bombín de paño negro, brillante por el uso.
El muchacho se llama Eduardo y yo aún conservo las dos entradas.
Mi padre se ha empeñado en que caminemos, junto con otros muchos madrileños, detrás de la imagen de la Vírgen.
Me duelen los pies y me aburro.
Me lleva cogida de la mano, le pone paciencia y buen humor a mi cara enfurruñada. A mis quince años, me considero una solterona. Mis mejores amigas tienen novio, o por lo menos alguien con quien besarse a escondidas en los soportales. La mayor de mis primas tiene veinte años y ya espera su segundo hijo. Está casada con un barbero que le dobla la edad y los veranos los pasan en una pequeña finca en Cuatro Caminos. Y yo me muero de envidia.
Mi padre dice que no tenga prisa, que lo bueno se hace esperar, como le paso a él con mi madre. Siempre que mi padre habla de mi madre, añade "que en gloria esté" y se persigna. Cuando habla de mi madrastra también se persigna, pero creo que por razones bien distintas. Yo la detesto en silencio. Siempre lleva puesto en la cara un gesto de desagrado, como si un constante olor a mierda la llegara a la nariz.
Aparte de mi desgana, me he portado razonablemente bien caminando detrás de la estampita, (ya por entonces, me acompañaba un ateísmo beligerante), así que al terminar la procesión, mi padre me lleva a la feria instalada en la Plaza de la Cebada. Allí vendedores ambulantes y feriantes llegados de toda España han montada diferentes templetes, tiendas de campaña y barracas. Una de ellas anuncia figuras de cera y una colección de los más increíbles aparatos de efectos ópticos traídos de Francia. Curioso como es, mi padre no puede resistir la tentación y compra dos entradas. Dos entradas que le vende un hombre joven, más bien un crío, vestido con un traje que le queda grande y un bombín de paño negro, brillante por el uso.
El muchacho se llama Eduardo y yo aún conservo las dos entradas.
María de los Ángeles Poyato Poyato la foto 1
ResponderEliminarArantxa Cardero de León "IMAGEN 1"
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