viernes, 3 de enero de 2020

MADRID

Nací en mil  ochocientos setenta y ocho, en un Madrid que ya no existe. Un Madrid más duro, pero también más inocente, donde la palabra dada contaba tanto como la firma de un documento, donde a los padres se les hablaba de usted y las promesas de amor se cumplían. O por lo menos eso creí.

Aquí nos conocimos.

Aquí nos enamoramos.

Aquí estuve a punto de matarle varias veces. De convertirle en ...esta cosa que soy, esta muerta en vida, este vivir sin fin y sin consecuencias. A punto estuve de condenarle a esta soledad salvaje y apátrida.

Y sin embargo me conformé con espiarle, seguirle, protegerle. Sentada a los pies de su cama, vigilaba su sueño. Lo que él creía que eran un montón de ideas brillantes que le venían mientras dormía, no eran otra cosa que mis labios en su oído. Le susurraba inventos,  avances tecnológicos, ideas, información que supo aprovechar para convertir su vida de feriante de pueblo, en la de un hombre que pasó a la Historia.

Tanto le quise que le dejé enamorarse de nuevo. La noche antes de su boda, mientras él dormía plácidamente, planché su traje de novio, el mismo traje que mandó hacer para nuestra boda. A media que su camisa quedaba lisa, se me fue arrugando el corazón.


Bajo la protección de la sombra frondosa de unos árboles, vi al amor de mi vida salir de la Iglesia de los Jerónimos, casado con otra.

Se llamaba Eduardo. Mi nombre ya no importa.






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